miércoles, 4 de marzo de 2009

De cada quien según su capacidad, a cada quien según sus necesidades

Fragmento de "La Rebelión de Atlas" de Ayn Rand (con levísimas adaptaciones)

En la fábrica donde trabajé veinte años ocurrió algo extraño. Fue cuando el viejo murió y se hicieron cargo sus herederos. Eran tres: dos hijos y una hija que pusieron en práctica un nuevo plan para dirigir la empresa. Nos dejaron votar y todo el mundo, o casi todo el mundo, lo hizo favorablemente, porque no sabíamos en realidad de qué se trataba. Creíamos que ese plan era bueno, o mejor dicho, pensamos que se esperaba de nosotros que lo creyésemos bueno. Consistía en que cada empleado en esa fábrica trabajaría según su habilidad o destreza, y sería recompensado de acuerdo a sus necesidades. ¿Cómo se llamaba esa fábrica? Twentieth Century Motor Company.

Votamos por el plan en una gran reunión a la que asistimos unos seis mil, es decir, todos los que trabajábamos allí. Los herederos pronunciaron largos discursos, no demasiado claros, pero nadie hizo preguntas. Ninguno estaba seguro de cómo funcionaría ese plan, pero todos pensábamos que nuestros compañeros lo habían comprendido. Si alguien tenía dudas al respecto, se sentía culpable y debía mantener la boca cerrada, porque todo aquel que se opusiera al plan hubiese parecido un desalmado, al que no era justo considerar humano. Nos dijeron que aquel plan significaba la concreción de un ideal muy noble. ¿Cómo íbamos a pensar lo contrario? ¿No habíamos oído decir durante toda nuestra vida, a nuestros padres y maestros, y a los pastores religiosos, leído en todos los periódicos y visto en todas las películas, y escuchado en todos los discursos públicos que aquello era recto y justo?

¿Sabe cómo funcionó aquel plan y cuáles fueron sus efectos en nosotros? Es como verter agua en un depósito en cuya parte inferior hay un caño por el que se vacía con más rapidez de la que usted lo llena y cada balde que echa dentro ensancha ese desagüe cada vez más, entonces cuanto más uno duramente trabaja, más se le exige; primero trabaja cuarenta horas semanales, luego cuarenta y ocho, y, más tarde, cincuenta y seis, para pagar la cena del vecino, la operación de su mujer, el sarampión del niño, la silla de ruedas de su madre, la camisa de su tío, la educación de su sobrino, o para el niño que ha nacido en la casa de al lado, o el que va a nacer; en fin para cuantos lo rodean, y que han de recibirlo todo, desde pañales a dentaduras postizas, mientras uno trabaja desde el amanecer hasta la noche, un mes tras otro y un año tras otro, sin tener más para mostrarles a esas personas que el propio sudor, sin otra expectativa que la complacencia de los demás para el resto de su vida, sin descanso, sin esperanza, sin fin...

Nos dijeron que formábamos una gran familia, que todos participábamos en la empresa juntos, pero no todos trabajábamos diez horas diarias, ni padecíamos a la vez un dolor de vientre. ¿Cómo establecer, de un modo exacto, la capacidad de unos y las necesidades de otros? Cuando todo se hace en común, no es posible permitir que cualquiera decida sobre sus propias necesidades, ¿verdad? Si lo hace, pronto acabará pidiendo un yate, y si sus sentimientos son los únicos valores en que podemos basarnos, nos demostrará que es cierto. ¿Por qué no? Si no tengo derecho a tener un auto, hasta que caiga en una sala de hospital por haber trabajado para proporcionarle un coche a cada holgazán y a cada salvaje del mundo, ¿por qué no puede exigirme también un yate, si aún sigo de pie, si no he colapsado? ¿No? ¿Por qué no? Y entonces, ¿por qué no exigirme también que prescinda de la crema de mi café, hasta que él haya podido pintar su habitación...? ¡Oh, bien!... Acabamos decidiendo que nadie tenía derecho a juzgar sus propias necesidades o sus propias convicciones, y que era mejor votar sobre ello. Votábamos en una reunión pública que se celebraba dos veces al año. ¿Imagina lo que sucedía en semejantes reuniones? Bastó una sola para descubrir que nos habíamos convertido en mendigos, en unos mendigos de mala muerte, gimientes y llorones, ya que nadie podía reclamar su salario como una ganancia lícita, nadie tenía derechos ni sueldos, su trabajo no le pertenecía sino que pertenecía a ‘la familia’, mientras que ésta nada le debía a cambio y lo único que podía reclamarle eran sus propias ‘necesidades’, es decir, suplicar en público un alivio a las mismas, como cualquier pobre cuando detalla sus preocupaciones y miserias, desde los pantalones remendados al resfriado de su mujer, esperando que ‘la familia’ le arrojara una limosna. Tenía que declarar sus miserias, porque eran las miserias y no el trabajo lo que se había convertido en la moneda de aquel reino, así que se convirtió en una competencia de seis mil pordioseros, en la que cada uno reclamaba que su necesidad era peor que la de sus hermanos. ¿Quiere saber lo que ocurrió? ¿Quiere saber quiénes mantuvieron la calma, sintiendo vergüenza y quiénes se aprovecharon de la situación?

Pero eso no fue todo. En la misma reunión se descubrió otra cosa. La producción de la fábrica había disminuido en 40 por ciento en el primer semestre, y se llegó a la conclusión que alguien no había trabajado ‘de acuerdo con su destreza o capacidad’. ¿Quién era? ¿Cómo averiguarlo? La ‘familia’ votó también sobre eso. Así se determinó quiénes eran los más capacitados, y a éstos se los sentenció a trabajar horas extra cada noche durante los siguientes seis meses. Horas extras sin paga, porque no se pagaba por el tiempo trabajado, ni por la tarea realizada, sino tan sólo según las necesidades.

"¿Quiere que le cuente lo que sucedió después? ¿Y en qué clase de seres nos fuimos convirtiendo, los que alguna vez habíamos sido seres humanos? Empezamos a ocultar nuestras capacidades y conocimientos, a trabajar con lentitud y a procurar no hacer las cosas con más rapidez o mejor que un compañero. ¿Cómo actuar de otro modo, cuando sabíamos que rendir al máximo para ‘la familia’ no significaba que fueran a darnos las gracias ni a recompensarnos, sino que nos castigarían? Sabíamos que si un sinvergüenza arruinaba un grupo de motores, originando gastos a la compañía, ya fuese por descuido o por incompetencia, seríamos nosotros los que pagaríamos esos gastos con horas extra y trabajando hasta los domingos. Por eso, nos esforzamos en no sobresalir en ningún aspecto.

Recuerdo a un joven que empezó lleno de entusiasmo por ese noble ideal, un muchacho brillante. El primer año ideó un plan de trabajo que nos ahorró miles de horas-hombre y lo entregó a ‘la familia’, sin pedir nada a cambio, aunque tampoco hubiera podido hacerlo. Se portó como creía correcto, lo hacía por el ideal. Pero cuando en una votación lo declararon el más inteligente de todos, y lo sentenciaron a trabajar de noche porque no habíamos conseguido extraerle aún lo suficiente, cerró la boca y el cerebro. Le aseguro que el segundo año no aportó ninguna idea nueva.

¿Qué era eso que siempre nos habían dicho acerca de la competencia descarnada del sistema de ganancias, donde los hombres debían competir por ver quién realizaba mejor trabajo que sus colegas? ¿Cruel, no es así? Deberían haber visto lo que ocurría cuando todos competíamos por realizar el trabajo lo peor posible. La acusación que más temíamos era la de resultar sospechosos de capacidad o diligencia. La habilidad era como una hipoteca insalvable sobre uno mismo. ¿Para qué teníamos que trabajar? Sabíamos que el salario básico se nos entregaría del mismo modo, trabajáramos o no, recibiríamos la ‘asignación para casa y comida’, como se la llamaba, y más allá de eso no había chances de recibir nada, sin importar el esfuerzo. No podíamos planear la compra de un traje nuevo para el año siguiente porque quizá nos entregarían una ‘asignación para vestimenta’, o quizá no.

Dependía de si alguien no se rompía una pierna, necesitaba una operación o traía al mundo más niños, y si no había dinero suficiente para adquirir ropas nuevas para todos, no lo habría para nadie.

Recuerdo a cierto hombre que había trabajado duramente toda su vida porque siempre había querido que su hijo fuera a la universidad. Bueno, el muchacho terminó la secundaria durante el segundo año del plan, pero ‘la familia’ no quiso entregar al padre ninguna asignación para que siguiera sus estudios. Dijeron que su hijo no podía ir a la universidad hasta que hubiera suficiente dinero para que los hijos de todos pudieran hacerlo.

También, había un viejo viudo y sin familia que tenía una afición: los discos fonográficos. Creo que era todo cuanto pudo desear conseguir de la vida. En otros tiempos solía ahorrar en comida para poder comprar algún disco nuevo de música clásica. Pues bien: no le dieron "asignación" para discos por considerarlo ‘un lujo personal’ pero durante esa misma reunión, una niña fea y desagradable, de ocho años, llamada Millie Bush, que era la hija de alguno, consiguió que votaran para comprarle un par de aparatos de oro para sus dientes, porque se trataba de una ‘necesidad médica’ según el psicólogo que consideró que sino se enderezaban sus dientes, la niña tendría un complejo de inferioridad. El viejo amante de la música se dio a la bebida, hasta tal punto que rara vez lo veíamos sobrio. Pero había algo que no podía olvidar. Cierta noche, mientras se tambaleaba por una calle, vio a Millie Bush y empezó a darle puñetazos hasta dejarla sin un diente, ni uno solo.

La bebida era lo único que nos proporcionaba algún consuelo y todos nos volcamos a ella en mayor o menor grado. No pregunte de dónde sacábamos el dinero. Cuando todos los placeres decentes quedan prohibidos, existen siempre medios para llegar a los vicios. No se entra a robar a un bar durante la noche ni se registran los bolsillos de un compañero para comprar sinfonías clásicas o adquirir accesorios de pesca, pero sí para emborracharse y olvidar.

La producción de niños fue la única que no disminuyó, sino que, por el contrario, se hizo cada vez mayor. La gente no tenía otra cosa que hacer y, por otra parte, no tenían por qué preocuparse, ya que los niños no eran una carga para ellos, sino para ‘la familia’. En realidad, la mejor posibilidad para obtener un respiro durante algún tiempo, era una ‘asignación infantil’, o una enfermedad grave.

Pronto nos dimos cuenta de cómo funcionaba aquello. Quien quisiera jugar limpio, tenía que privarse de todo, perder el gusto por los placeres, aborrecer fumar o masticar chicle, preocupado de que hubiese alguien que necesitara más esas monedas. Sentía vergüenza de la comida que tragaba, preguntándose quién la habría pagado con sus horas extras, pues sabía que esa comida no era suya por derecho propio y prefería ser engañado antes que engañar. No se casaba ni ayudaba en sus hogares para no ser una nueva carga para ‘la familia’. Pero los desorientados y los irresponsables se aprovecharon. Trajeron niños al mundo, se casaron, y trajeron consigo a todos los indignos parientes que tenían en todo el país, y a cada hermana soltera que quedaba embarazada y con el fin de obtener ‘asignaciones por incapacidad’, contrajeron más enfermedades de las que cualquier médico podía atender, arruinaron sus ropas, sus muebles y sus casas, pero ¡qué importaba!: ‘la familia’ pagaba todo. Así, encontraron más modos de tener ‘necesidades’ que los que nadie hubiera podido imaginar, desarrollaron una habilidad especial para eso, la única habilidad que mostraban.

Se nos había dado una ley con la cual vivir y que llamaban ley moral, que castigaba a quienes la cumplían. Cuanto más tratábamos de vivir de acuerdo con esa ley, más sufríamos y cuando más la burlábamos, mayores recompensas obteníamos. La honestidad era una herramienta entregada a la deshonestidad ajena. Los honestos pagaban, mientras los deshonestos cobraban. El honesto perdía y el deshonesto ganaba.

Éramos un buen grupo de personas decentes al principio. No había demasiados oportunistas entre nosotros. Conocíamos bien nuestra tarea, nos sentíamos orgullosos de ella, y trabajábamos para la mejor fábrica del país, que sólo admitía en su plantel a los más selectos obreros. Al cabo de un año del nuevo plan, no quedaba entre nosotros ni una sola persona decente. El plan transformó a la gente decente en cretinos, sin que se pudiera obrar de otra manera... ¡y a eso llamaban ideal moral!

¿Para qué habríamos de desear trabajar? ¿Por amor a nuestros hermanos? ¿Qué hermanos? ¿Para los aprovechadores, los sinvergüenzas, los holgazanes que veíamos a nuestro alrededor? Si eran simuladores o incompetentes, si no querían trabajar o estaban incapacitados para hacerlo, ¿qué nos importaba a nosotros? Si quedábamos reducidos para toda la vida al nivel de su capacidad, fingida o real, ¿para qué preocuparnos? No teníamos manera de saber cuáles eran sus verdaderas condiciones, carecíamos de medios para controlar sus necesidades. Éramos bestias colocadas allí como instrumentos de aquél que quisiera satisfacer las necesidades de otro.

¿Amor fraternal? Fue allí cuando aprendimos a aborrecer a nuestros hermanos por primera vez en la vida. Los odiábamos por todas las comidas que ingerían, por los pequeños placeres que disfrutaban, por la nueva camisa de uno, el sombrero de la esposa de otro, una salida familiar, o la pintura de la casa, porque todo eso nos era quitado a nosotros, era pagado con nuestras privaciones, nuestras renuncias y nuestro hambre. Empezamos a espiarnos unos a otros, con la esperanza de sorprendernos en alguna mentira acerca de nuestras necesidades y disminuir las asignaciones en la próxima reunión. Y empezamos a servirnos de espías, que informaban acerca de los demás, revelando, por ejemplo, si alguien había comido pavo el domingo, posiblemente pagado con el producto de apuestas. Empezamos a meternos en las vidas ajenas, provocamos peleas familiares para lograr la expulsión de algún intruso. Cada vez que veíamos a alguno saliendo en serio con una chica, le hacíamos la vida imposible, y así arruinamos numerosos compromisos matrimoniales, porque no queríamos que nadie se casara, no queríamos más gente a la que alimentar.

En los viejos tiempos, el nacimiento de un niño era celebrado con entusiasmo y generalmente ayudábamos a las familias a pagar sus facturas de la clínica si estaban apretadas. Pero luego, cuando nacía un niño, estábamos varias semanas sin dirigirle la palabra a sus padres.

¿Sacó alguien algún provecho de todo esto? Sí, los herederos. No vaya usted a contestarme que sacrificaron una fortuna y que nos entregaron la fábrica como regalo, porque también en esto nos engañaron. No había dinero en el mundo que pudiese comprar lo que ellos buscaban, porque el dinero es demasiado limpio e inocente para tal cosa.

El más joven, Eric Starnes, era un sometido, sin valor ni energía para hacer nada en especial. Resultó electo director del departamento de Relaciones Públicas que no hacía nada y tenía a sus órdenes a un personal ocioso, por lo cual no tenía por qué quedarse en la oficina. Su paga, en realidad no debería llamarla así, porque no se ‘pagaba’ a nadie... la limosna que se votó para él, era muy modesta, algo así como diez veces mayor que la mía, pero a Eric no le importaba el dinero, porque no hubiera sabido qué hacer con él. Pasaba el tiempo entre nosotros, demostrándonos su compañerismo y su espíritu democrático. Le encantaba que la gente le demostrase afecto. Su mayor empeño consistía en recordarnos a cada instante que nos habían dado la fábrica. Ya no podíamos soportarlo.

Gerald Starnes era nuestro director de producción. Nunca pudimos averiguar la medida de su rastrillaje de ganancias, pero hubiéramos necesitado todo un equipo de contadores y otro de ingenieros para saber de qué modo todo aquel dinero pasaba por una tubería directa o indirectamente a su despacho. Sin embargo, nada figuraba como beneficio particular, sino como medios con los que pagar los gastos de la compañía. Gerald tenía tres automóviles, cuatro secretarias y cinco teléfonos, y solía organizar fiestas con champán y caviar, que ningún gran magnate que pagara impuestos en el país podía permitirse. Por la noche le gustaba entrar en las tiendas vestido de etiqueta, con gemelos de brillantes, del tamaño de monedas, desparramando la ceniza de su puro por doquier. Un bruto con plata que no tiene otra cosa que exhibir aparte de su dinero, ya es un tipo desagradable, pero al menos no necesita mostrar que el dinero es suyo y uno puede contemplarlo con la boca abierta si lo desea. Pero cuando un bastardo como Gerald Starnes se exhibe de ese modo y declara una y otra vez que no le preocupa la riqueza material y que sólo sirve a ‘la familia’, que todos aquellos lujos no son para él sino en beneficio del bien común porque es preciso mantener el prestigio de la firma y del noble plan de la misma... entonces es cuando uno aprende a aborrecer a esos seres como nunca se ha aborrecido a ningún ser humano.

Pero su hermana Ivy era peor. A ella realmente no le importaba la riqueza material. La asignación que recibía no era mayor que la nuestra, y siempre iba con zapatos chatos y faldas simples y camisas, con el fin de demostrar su indiferencia. Era directora de Distribución, a cargo de nuestras necesidades, la que, en realidad, nos tenía agarrados del cuello. Se suponía que la distribución se realizaba por votación, por la voz de la gente, pero cuando la gente son seis mil voces roncas que tratan de decidir sin ningún criterio, medida o razón, cuando no existen reglas y cada uno puede pedir lo que quiera sin tener derecho a nada, cuando cada cual ejerce el derecho sobre la vida ajena pero no sobre la suya, todo acaba como efectivamente terminó: Ivy Starnes acabó siendo la voz del pueblo. Al finalizar el segundo año, abandonamos aquella farsa de las ‘reuniones de familia para proteger la eficacia productora y economizar tiempo’, que solían durar diez días, y todas las peticiones fueron enviadas directamente a la oficina de la señorita Starnes. No, no eran enviadas. Mejor dicho, cada peticionante en persona debía presentarse allí y ella elaboraba una lista de distribución que nos leía en una reunión que duraba tres cuartos de hora. Luego votábamos. Había diez minutos para la discusión y las objeciones, pero no formulábamos ninguna, para ese tiempo ya nos habíamos dado cuenta. Nadie puede dividir la renta de una fábrica entre miles de obreros, sin una norma con que medir el valor de la gente. La de la señorita Ivy era la adulación a su persona. ¿Desinteresada? En los tiempos de su padre todo su dinero no le hubiera permitido hablar al tipo más bajo de su empresa en el modo como ella solía hablarles a nuestros más hábiles obreros y a sus esposas.

Allí residía el secreto de todo. Yo no dejaba de preguntarme cómo era posible que hombres educados, justos y famosos, pudieran presentar como buena tal abominación. Ahora comprendo que no obraron así por error, porque errores de este tamaño no se cometen nunca inocentemente. Y nosotros no éramos tampoco tan inocentes cuando votamos a favor del plan. No lo hicimos sólo porque creyéramos que la vieja y empalagosa farsa que nos presentaban fuera buena. Teníamos otro motivo, pero la farsa nos ayudó a ocultarlo de nuestros vecinos y de nosotros mismos. Ninguno votó sin pensar que dentro de una organización de tal clase participaría en los beneficios de quienes eran más hábiles que él. Nadie se consideró lo bastante rico y listo para no creer que alguien lo sobrepasaría, y este plan lo participaría de la riqueza y la inteligencia ajenas. Pero pensando conseguir beneficios de quienes estaban por encima, olvidamos que había seres inferiores, que buscaban lo mismo de nosotros, olvidamos a los inferiores que tratarían de explotarnos del mismo modo que cada uno intentaría explotar a sus superiores.

Conseguimos lo que nos habíamos propuesto, pero cuando nos dimos cuenta de lo que aquello representaba, ya era demasiado tarde. Los mejores de entre nosotros abandonaron la fábrica en la primera semana del plan. Así perdimos a los mejores ingenieros, supervisores, capataces y obreros especializados. Todo el que se respete no quiere verse convertido en vaca lechera de la comunidad. No quedaron más que los necesitados, sin habilidad ni condiciones.

Si algunos de nosotros, dotados de ciertas cualidades, optamos por quedarnos, fue porque llevábamos allí muchos años. Transcurrido algún tiempo, nos fue imposible marcharnos, porque ningún otro empresario nos habría admitido, y no se los puede culpar. Los dueños de las tiendas donde comprábamos empezaron a abandonar Starnesville a toda prisa, hasta que no nos quedaron más que los bares, las salas de juego y algunos comerciantes estafadores y aprovechadores, que nos vendían bazofia a precios exorbitantes.

Nuestras asignaciones fueron perdiendo valor a medida que aumentaba el costo de vida. En la empresa, la lista de los necesitados se fue estirando, al tiempo que la de sus clientes se acortaba. Cada vez era menor la riqueza a dividir entre más y más gente. En los viejos tiempos solía decirse que Twentieth Century Motors era una marca tan buena como el oro. Pero cuando nuestros clientes empezaron a notar que nunca lográbamos entregar un pedido a tiempo, y que siempre había algún defecto en los que entregábamos, el mágico emblema empezó a operar en sentido inverso: la gente no aceptaba un motor marca Twentieth Century ni regalado. Llegó un momento en que nuestros únicos clientes fueron los que nunca pagaban ni pensaban hacerlo, pero Gerald Starnes, embrutecido y engreído por su propia publicidad, empezó a ir de un lado a otro con aire de superioridad moral, exigiendo que los empresarios nos pasaran pedidos, no porque nuestros motores fueran buenos, sino porque necesitábamos esos pedidos urgentemente.

¿Qué beneficios podría reportar nuestra necesidad a una central eléctrica, por ejemplo, si sus generadores se paraban a causa de un defecto en nuestros motores? ¿Qué beneficio reportaría a un hombre tendido en una camilla de operaciones, si, de pronto, se le cortara la luz? ¿Qué bien haría a los pasajeros de un avión si el motor fallaba en pleno vuelo? Y si adquirían nuestros productos no por su calidad sino por nuestra necesidad, ¿la acción moral del propietario de la central eléctrica, del cirujano y del fabricante del avión sería buena, justa y noble?

Sin embargo, tal era la ley moral que profesores, directivos y pensadores habían querido establecer. ¿Imagina lo que hubiera sido a escala mundial? Trabajar pensando en que si alguien fallaba en cualquier lugar, era uno quien debería pagarlo. Trabajar sin posibilidad alguna de progreso, sin posibilidades de una ración extra, hasta que los camboyanos tuvieran alimento suficiente o hasta que todos los indios patagónicos hubieran ido a la universidad. Trabajar con un cheque en blanco, en poder de cada criatura nacida, hombres a los que nunca vería, cuyas necesidades no conocería, cuya laboriosidad, pereza o mala fe nunca podría llegar a aprender o cuestionar. Tan sólo trabajar, trabajar y trabajar, dejando que las Ivys o los Geralds del mundo decidieran qué estómagos habrían de consumir el esfuerzo, los sueños y los días de su vida. ¿Es ésta la ley moral a aceptar? ¿Es éste un ideal moral?

Lo intentamos y aprendimos la lección. Nuestra agonía duró cuatro años, desde la primera reunión hasta la última, y todo terminó del único modo que podía terminar: en la quiebra.

Durante la última reunión, Ivy Starnes fue la única que intentó forcejear un poco. Pronunció un corto, desagradable y agresivo discurso en el que dijo que el plan había fracasado porque el resto del país no lo había aceptado, que una sola comunidad no podía llevarlo a la práctica y triunfar en medio de un mundo egoísta y avaro; que el plan era un ideal noble, pero que la naturaleza humana no estaba a su altura. Un joven, el mismo que había sido castigado por habernos dado una idea útil durante el primer año, se puso de pie, mientras todos seguíamos sentados en silencio, y se dirigió a Ivy Starnes, que ocupaba el estrado. No dijo nada, sino que la escupió en la cara. Y ése fue el fin del noble plan de Twentieth Century.


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