¡HAU! Ése es todo el diálogo que mantengo con mi vecino, el único con el que cruzo alguna palabra, aunque mas no sea esta onomatopeya. No menciono a los demás, porque no sé ni cómo se llaman. Es más, si me los llego a cruzar en otro lado, jamás me percataría de que ése es el tipo que vive frente a mi casa. ¿Kollas tímidos nosotros? No, ilustres, tal vez demasiado ilustres, vecinos de Tres Cerritos. Ojalá lo nuestro fuera timidez, pero me parece que más bien se trata de arrogancia. Ninguna otra cosa explica las veces que me quedé con una mano levantada y la cara de gil, ante la indiferencia de ese tipo que vive al frente o al costado, y que parece que es ciego o sordo, o un pedante inútil que no conoce el valor del buen trato con sus vecinos, o con cualquier otra persona. La vida tiene sus vueltas, y nunca se sabe cuándo estaremos en la necesidad de pedir ayuda a ese tipo que dejaste plantado como un estúpido.
Tal vez sea una cuestión de clase social, ya que observé similar comportamiento con los compañeros del colegio al que iba. Sí, tuve la desgracia de asistir a uno de los más prestigiosos colegios de Salta, uno que tiene el uniforme verde y la autoestima muy alta. Recuerdo que mis compañeros tampoco me saludaban cuando los cruzaba, ni en el aula ni en la calle. Comprendo que yo sea un poco impresentable, pero tampoco es para dar semejante muestra de falta de educación.
Hay que destacar, sí, alguna ventaja que tiene nuestro hábito anacoreta (en griego, anachoreo, significa “esconderse”, y usted puede ir adivinando el colegio al que fuí). Lo bueno es que los vecinos del barrio podemos armar el barullo que queramos, con la seguridad de que el vecino no va a venir a quejarse, ni tampoco a prenderse en la fiesta, como sucede en otros lugares. Claro que usted tendrá que bancársela cuando sea el otro el que haga ruido e invite a una banda de mariachis que aúllen hasta las 6 de la mañana. Nuestra relación se basa en hacer de cuenta que el otro es invisible, inaudible e inasible. ¡Y vaya que nos sale bien! Es más, ni siquiera escuchamos la alarma del vecino (ni la del auto ni la de la casa), aunque ése es otro tema, que merece una extensa renegada por este medio.
Lo que es preocupante, es que a veces me imagino qué sucedería si entraran a robar a mi casa un día de estos. Quizás podrían estacionar un camión y vaciarla por completo, lentamente y a cara descubierta. ¿Qué harían mis vecinos? Estoy seguro que no se dignarían a mirar qué es lo que pasa en sus narices. “¿Se estarán mudando?”, se preguntará, con suerte, alguno. Claro, no saben quién soy, ni les interesa.
En otros lugares, la gente se conoce. Sabe si el vecino se muda, si se peleó con la mujer, si perdió su trabajo, a qué colegio van sus hijos. Esto es algo que ayuda mucho a paliar la inseguridad, tema tan en boga en estos tiempos difíciles. El vínculo puede ayudarnos también ante muchas contingencias de la vida.
Tal vez deberíamos gastar menos en alarmas, y en cambio invertir en unos mates con nuestro vecino. A ver si nuestros hijos, como antes nosotros, vuelven a salir a jugar a la calle con el changuito del frente, y nosotros a compartir un rato con ese otro que, estando tan cerca, es como si estuviera tan lejos como en Siberia.
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